viernes, agosto 30, 2019

Papá

Ayer esparcimos las cenizas de mi padre al pie de un enorme olivo en una finca que había significado mucho para él. Fue un acto muy emotivo y lleno de significado. No estoy muy seguro que él lo hubiera apreciado. Hay tantas posibilidades de que sí como de que no. Eso demuestra el grado de conocimiento que había entre mi padre y yo. Muy poco. Y era reciproco. Sin embargo, eso no me pesa. Pudo pesarme en otras épocas pero ahora, la verdad, es que no. Tampoco creo que le pesara a él. Nuestra relación fue así… y después de 60 años no se puede pedir peras al olmo. De hecho, lo razonable es no pedírselas nunca. Pero, a veces, la inexperiencia hace que confundas el olmo con un peral y te desesperas por la falta de productividad. Pero a los 60 años no caben dudas y si las hubiera sería un problema.
Mi padre no era una persona religiosa. Era demasiado egocéntrico para creer, o necesitar, a Dios. A pesar de haberse educado durante el franquismo y en una familia supuestamente de “derechas” la religión para el era una cuestión social, un motivo de reunión familiar o una escusa para abandonar momentáneamente el negocio que era lo importante. Más importante que su propia familia. Es decir, yo. Soy digno sucesor de mi padre en cuanto a egocentrismo.
He estado pensando y solo tengo tres recuerdos con mi padre en los que actuáramos como padre e hijo.
Cuando me atraganté con una espina de pescado y me hizo comer miga de pan a mansalva y una vez tragada me la sacó del calcetín blanco. Yo tenía 3 años.
Un paseo, el único que hice con él, donde me enseñó que arena en catalán se dice “sorra”. Yo tenía 5 años.
Cuando me llevó al psicoanalista después de mi segundo intento de suicidio y me esperó sentado en las escaleras de la entrada hasta que salí. Yo tenía 22 años.
Es poco.
Lo sé.
Pero hay gente que tiene menos.
O lo tiene peor.

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